Pasaporte

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PASAPORTE

Lecina Fernández

Relato finalista del II Concurso de Relato Euroestars Hotels. 2012

 

 

    -¡Dios, qué placer! –dijo el profesor Ricardo Montes al orinar.

     Llevaba horas reprimiendo aquella necesidad. Durante el trayecto en tren Madrid-Porto viajó junto a la ventanilla y no se atrevió a pedir permiso a su compañera de asiento, una mujer madura y hermosa. “Por favor, sería tan amable, voy a salir”. Lo repitió varias veces en su mente, ensayaba con otras palabras, cambiaba el orden, mutilaba la frase con la intención de acortar la agonía. Pero se rebelaban, golpeaban y rebotaban en su cerebro, atormentadas, una vez más, por la  imposibilidad de encontrar la salida por su boca. Y decidió esperar.

     En el hotel, con la excusa de su urgencia fisiológica, se justificó a sí mismo la escasa conversación con la recepcionista y raudo se dirigió a su habitación. Desahogado y más tranquilo observó su rostro en el espejo del baño. Aún reflejaba señales de la tensión vivida. La inquietud se percibía en su mirada de ojos oscuros enmarcados por unas espesas cejas, los músculos de las mejillas, acartonados hasta la mandíbula no muy pronunciada pero viril por la sombra de la barba, construían un rictus de sonrisa forzada. Se retiró el pelo de la frente en la que empezaba a percibirse los surcos de la edad. Suspiró cargado de angustia, recordando de su pasado la timidez con la que coexistía, apercibido de que las perspectivas para el futuro no eran muy consoladoras. Resignado estrenó el jabón y se refrescó la cara y nuca con agua fría.

     Abrió la maleta y buscó su moneda amuleto -testigo de su única iniciativa con una chica a los 17 años-. Se dispuso a distribuir su equipaje. En el cajón de la mesilla de noche encontró un pasaporte.

     -¡Diablos! -Exclamó al ver la fotografía.

La observó con detenimiento y no había duda alguna. Era él. Su cara, su pelo, sus cejas… su camisa, su chaqueta de ante. De sus labios salió un susurro al leer la identidad “Ricardo Ríos”. Quedó estupefacto ante la sorpresa de verse a sí mismo, petrificado al leer los datos, tan... parecidos. La confusión le secó la garganta. Poco a poco tomó conciencia del hecho inclinándose a pensar que sería una casualidad. Lo quiso entregar cuanto antes a la recepcionista, pero ésta muy ocupada atendiendo a clientes dijo “Hola Sr. Ríos, le atiendo en cinco minutos” El profesor Montes quedó sorprendido, no había visto a esa mujer ni había estado nunca en ese hotel. Tal vez “Montes” “Ríos” una confusión y se dirigió a la cafetería para tomar un bocado.    

     “Sr. Ríos, me alegra verle de nuevo. ¿Lo de siempre? ¿Un martini? Dijo el camarero.

     Ricardo Montes sintió un espanto desconocido. ¿Qué estaba ocurriendo?

    Vio en la barra una mujer atractiva, lucía un vestido negro por encima de la rodilla, permitiendo ver sus piernas perfectamente moldeadas. Ricardo Montes deglutió. Era la mujer del tren. No pudo decir nada y tomó el martini de golpe, un solo trago. Sin pronunciar palabra hizo un gesto de despedida con la mano. Necesitaba escapar de allí. Salió con paso ligero a la calle y anduvo sin rumbo unas manzanas. Ya más calmado, decidió visitar la librería Lelo. “Profesor Ríos, cuanto tiempo sin verle por aquí. Tengo algunas novedades que seguro son de su interés” El librero atendió a Ricardo con profesionalidad, comentaron sobre autores e hizo una compra de la que se sintió muy satisfecho. No había revelado la confusión ni su identidad, por primera vez desde hacía años se había dejado llevar como agua por el cauce del río y reconocía haber sentido cierta excitación y dulzura prohibida para él.

     Con esas emociones como único alimento se dirigió a una cafetería que le habían recomendado. Al entrar en Magestic quedó impresionado por la decoración Art Decó, por unos segundos se olvidó de lo ocurrido y se trasladó en el tiempo, viaje interrumpido por una voz masculina “¡Ricardo Ríos! Qué agradable sorpresa. Estoy con unos amigos, Siéntate con nosotros”. La mano de Ricardo palpaba el pasaporte que guardaba en el bolsillo del pantalón. Aún corría por sus venas la excitación agradable de ser alguien que había experimentado en la librería. Las yemas de sus dedos acariciaban las letras grabadas del pasaporte. Y… ¿por qué no? Pensó. No corría peligro. No era su identidad, no era su ciudad, no era su país. Era visible para los demás e invisible para su, hasta entonces, eterno compañero: el miedo.

     Compartió mesa y tiempo con ellos. Las palabras salieron de su boca como un manantial de corriente fluida, conquistaban el silencio con el ritmo de los rápidos hasta alcanzar una cascada que se manifestó con una libre y fuerte carcajada. No daba crédito.

Ricardo Montes no cogió el tren de las 18h del día siguiente como tenía previsto. Se quedó tres días más acariciando el pasaporte de Ricardo Ríos. Conversó con el camarero del Bar del hotel delante del martini de Ricardo Ríos, como Bogart con Sam en Casa Blanca, como siempre había soñado.  Cambió su corte de pelo. En el departamento de Historia Contemporánea de la universidad  no sólo hizo preguntas, expuso su propuesta educativa. Invitó a la profesora a tomar una copa y a bailar. Ricardo Montes era un torrente de vida.

     “¿Es un sueño? ¿Están todos locos? ¿Estoy loco? ¿Funcionará sólo en Porto? ¿Qué ocurrirá si me desprendo de él?” Pensaba tumbado por la noche en la cama del hotel. Despertó de un sobresalto, había hecho un descubrimiento: no era Porto, no era el Sr. Ríos, era el profesor Montes quien había hablado, reído, experimentado. Era él.

     Dejó su moneda amuleto en el cajón de la mesilla de noche. En recepción pidió la cuenta y devolvió el pasaporte. Se abrieron las puertas del ascensor, la mujer del tren se dirigía a la cafetería. El profesor Montes se acercó a ella. “Buenos días. Soy Ricardo Montes, la he visto por aquí estos días. ¿Me permite invitarla a un café?”

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